martes, 22 de noviembre de 2011

Bogotá no tiene mar y tampoco movilidad


La capital colombiana llamada por algunos (más mal que bien) la Atenas de Latinoamérica, tiene 7’363.782 habitantes, es una de las capitales más grandes del continente y posee 15.327 kilómetros carril de vías, pero solamente el 6% de ellas están destinadas al sistema de transporte.

En cuanto a ciclovías, Bogotá lidera la carrera en la región con 344 kilómetros de rutas, en los que más de 285.000 personas diariamente se movilizan.

Por otro lado, 22.000 buses de servicio público transportan a 1’399.119 personas, mientras que 850.000 vehículos particulares movilizan a los demás habitantes de Bogotá.

Como usuaria del servicio público he notado que los desplazamientos en la ciudad son bastante lentos y a veces muy largos, haciendo que las personas se desesperen y muchas veces lleguen irritadas a su lugar de trabajo.

Tal vez esta irritación, puede hacer que la productividad de dichos ciudadanos disminuya no solamente por haber tenido que esperar una determinada cantidad de tiempo (algunas veces corta, pero dependiendo la ruta, también puede ser muy larga),  sino también por que cuando se suben a su medio de transporte, corren el riesgo (más que todo en horas pico) de no poder sentarse, lo que aumenta el nivel de tensión en el usuario.

No solamente el tiempo y la lentitud son elementos que no están a favor del usuario: el conductor constantemente abusa de la persona que se transporta en ese medio de transporte lanzando frases como “Colabóreme hacia atrás”, “Siga que sí hay espacio”, “Álceme la niña” y “No tengo vueltas”, etc.

Ahora bien, no solamente el pasajero tiene que jugar a no dejarse sacar el mal genio por estos señores, sino que también entran al ruedo otras circunstancias que se suman a la incomodidad, tales como la señora (que está entre los 37 a 60 años)  que pasa con su bolso como si fuera un soldado en plena cruzada cristiana de la Edad Media arrasando con cuanto tobillo se encuentra (teoría comprobada luego de ir en muchos trayectos en bus), entre otros.

A pesar de ser una ciudad bastante congestionada, Bogotá lidera en América Latina la lucha contra la obstrucción de la movilidad: que tenga o no resultados esa “cruzada”, ya es una cosa totalmente diferente.

El ánimo del usuario no es el único abatido por culpa de la movilidad en la capital colombiana, sino que también lo es el aire y el medio ambiente, pues si se aumentan los recorridos, también aumenta la emisión de gases nocivos.

Según estudios del FNUP (Fondo para la Población de las Naciones Unidas), los tiempos promedio más altos de viajes al trabajo son el de Río de Janeiro, con 107 minutos y el de Bogotá, con 90. 

Si se llega de mal genio al trabajo, con mala disposición, el empleado no va a trabajar con las mismas ganas que si hubiera tenido un buen viaje, cómodo y a gusto.

No contentos con esto, en la tarde durante las restricciones del pico y placa (de 5:00 a 8:00 pm), momento en que la mayoría de personas necesitan subirse en algún vehículo para volver a sus hogares, el tráfico se hace insufrible haciendo que el estudiante y el trabajador que vienen de una jornada larga se indispongan aun más, con los  trayectos y por seguir de pie durante la movilización hacia sus casas.  

El problema en gran medida se solucionaría si la capacidad que tienen los que prestan el servicio de transporte público en Bogotá aumentara, pero no en forma desmedida, quitando más carriles de los necesarios a los carros particulares (cualquier historia parecida a la del Transmilenio, es pura coincidencia).

En vez de traer más buses, ¿por qué no hacerlos más grandes?

Cada año crece la cantidad de carros en la ciudad, lo que hace pensar que no necesitamos aumentar el número de buses, sino que los que existen funcionen mejor o que el sistema cambie completamente para darle paso a articulados que presten un servicio con mayor cobertura sin necesidad de hacer más trancones.

La mala semaforización hace que los recorridos también sean más dispendiosos, pues si bien en promedio un semáforo debe demorarse en rojo tres minutos, a la hora de la verdad no todos duran lo mismo haciendo que esto también contribuya a que el bogotano tenga que soportar largos trayectos para poder llegar a su destino.

La mala señalización también juega un papel crucial en los problemas que tiene la ciudad en movilidad, pues no solamente cuesta la módica suma de mil millones de pesos al año mantenerlas, sino porque también están descuidadas en algunas partes de Bogotá, ya sea por vandalismo (muchas han sido hurtadas o graffiteadas) o simplemente por accidentes de tránsito.

La ciudad posee 194.900 señales de tránsito y el año pasado se tuvo que realizar mantenimiento y limpieza a 163.160 de ellas, y para el 2011, se ha hecho lo mismo con 18.763 de las mismas.

Entonces, ¿cómo se puede pretender que no haya tantos trancones si ni siquiera está bien señalizada la ciudad?

Los policías de tránsito, que se supone están para ayudar a ‘desenredar’ el tráfico, muchas veces lo único que hacen es aumentar el caos vehicular pues, en vez de ayudar lo que hacen es disminuir durante más tiempo la velocidad, haciendo que la gente entre aun más en desespero.

El invierno en Bogotá tampoco ayuda a que la infraestructura vial sea más provechosa, pues aun quedan muchas obras sin terminar, y resulta tanta agua uno de los mejores pretextos para seguir posponiendo las cosas, aumentando el tiempo de las personas en el transporte público y en sus autos particulares. 

Todos esos factores juegan en contra de la salud mental de quien necesita movilizarse diariamente y no solamente por toda la travesía que implica transportarse, sino por que según el Secretario de Salud de Bogotá, Héctor Zambrano, uno de cada dos bogotanos sufre de trastornos mentales.

Bogotá sigue siendo la ciudad del país con más personas con alguna deficiencia en su salud mental, en su mayoría con problemas de ansiedad, de ánimo, económicos y por el uso de sustancias psicoactivas.

Entonces, la ecuación va así: semaforización y señalización desorganizadas + mala salud mental de los bogotanos + largos trayectos + poca velocidad + mucho tiempo = bogotano enfurecido y menos productivo.

Puede que a lo largo de la jornada el usuario que va indispuesto a su trabajo mejore el genio, pero no será igual de productivo que quien comienza bien su día, es inevitable.

Aproximadamente los bogotanos pasan 73 minutos al día en el servicio de transporte público, a veces todo el recorrido de pie, lo que hace que el pasajero que de mañana va, llegue cansado, y si es de noche, aumente su agotamiento haciendo que las horas de sueño no sean tan efectivas como si estuviera en la situación contraria.  

Está demostrado médicamente que el uno de los efectos del cansancio se ve reflejado en el estrés y la disminución del desempeño en el trabajo realizado por quien no descansa, por tanto, es lógico afirmar que por culpa de los largos desplazamientos y el desgaste que implica todo el recorrido de un lugar a otro en una ciudad con movilidad caótica como Bogotá, la productividad en el empleo y el estudio decrece por culpa de ese agotamiento acumulado en los trayectos.

Y sí, me da mal genio y llego indispuesta al lugar que sea si tengo que irme de pie todo el camino, con varias personas empujándome y de pronto, por pura casualidad si me encuentro con un conductor intransigente que me trata mal, y ¿usted, qué tanto aguanta? ¿No cree que necesitamos un cambio urgente?

Yo sí.

jueves, 17 de noviembre de 2011

¿Libertad o libertinaje?


El proyecto de ley que radicó el senador del Partido de la U, Juan Carlos Vélez, reglamentando la prohibición, porte y consumo de drogas, reavivó el debate acerca de qué hacer con los adictos a los estupefacientes en el país.
Este asunto ha sido siempre un tema tabú en Colombia debido al alto impacto que  ha tenido el narcotráfico.
El pasado Gobierno decidió penalizar la dosis mínima de estupefacientes, excepto en el caso de la cocaína, la marihuana y el bazuco (2, 30 y 30 gramos como máximo de cada una).
En realidad fue un acto de mediana coherencia, pues no es lógico que por un lado se deje al individuo consumir una cantidad de estupefacientes avalada por el Estado pero, por otro lado, se castigue el narcotraficante que produce y comercializa toda la droga.
Sí, y de mediana coherencia porque se debió reglamentar todo tipo de alucinógeno y no solamente las drogas que más se consumen.
 Antes se castigaba al que producía pero no al que consumía, entonces, ¿a qué jugaban? ¿De dónde creían que venía la droga? ¿La traía la cigüeña de París?
Decidir qué pueden y qué no pueden consumir los ciudadanos puede llegar a ser considerado como un elemento para limitar las libertades, pero así mismo, poner en claro las reglas de juego, hace parte del rol paternalista del Estado.
No es lo mismo una persona que consume drogas a la que las vende, pero a las dos se les tiene que castigar.
Sin ínfulas de querer la más rigurosa de todas, en el caso de la universidad, luego de brindarle asesoría psicológica y de haber investigado a fondo la situación, si tuviera el poder para hacerlo, hablaría con la Policía para saber cómo actuar (aunque bueno, muchas veces, ellos tampoco saben como hacerlo).
Ahora bien, ¿los drogadictos son delincuentes o enfermos?
El drogadicto, antes de ser delincuente, es un enfermo, un adicto con un problema que tiene que ser solucionado por medio de un acompañamiento que lo ayude a no caer de nuevo.
Primero, se les debería decomisar toda sustancia psicoactiva que posean, y luego, sí enviarlos a algún lugar para poder ayudarlos.
Así como hay quienes pueden mandar a sus familiares a centros privados de atención, sería bueno pensar en aquellos que no tienen los medios para hacerlo.
Qué bueno sería tener en cuenta que solamente el 7% de las personas con algún tipo de adicción logra salir por completo de ella.
Ojalá algún día el Estado decida ayudar para que esa calamitosa cifra cambie y más ciudadanos puedan ver la luz al final de ese oscuro túnel que muchas veces solo lleva a la muerte.
Mucho mejor sería si el Estado no solamente se dedicara a castigar en medio de su papel paternalista, sino también a ayudar a que el enfermo, en este caso el drogadicto, no cometa delitos y caiga en el círculo vicioso de consumir y consumir drogas. 
Pasaría a tener un papel no de papá que regaña, sino también que enseña y protege de forma adecuada para que los centros resocializadores no se conviertan en miniuniversidades del delito, como suele pasar.
Muchos dirán que nadie les dijo que se metieran en ese mundo y que la sociedad no tiene porqué pagar las consecuencias de dicho problema.
Si bien pueden tener algo de razón, no veo por qué no podemos dejar todo eso de lado y empezar a ser solidarios.